El adiós siempre está presente en nuestras vidas. es una idea romántica, nostálgica, cruel, melancólica, vengativa… pero, sobre todo, es humana, porque vivir es encuentro y despedida Pequeños adioses se pronuncian a menudo cada día, pero un gran adiós se dice pocas veces en la vida. Un adiós definitivo, de los que rompen una historia o despiden para siempre, es infrecuente. El adiós es una idea romántica, favorita del cine y la literatura y muy versátil, tan nostálgica como cruel o tan melancólica como vengativa. Pero por encima de todo es profundamente humana, porque vivir es un constante encuentro, pero también es una irremediable despedida. Tarde o temprano hay que decir adiós a trozos de la existencia; a la infancia, al trabajo, quizá a una ciudad, a unos amigos, a una casa. Estas fracturas tienen recambio porque si algo se pierde, un nuevo elemento llega; otra ciudad, otra gente, otra actividad; por eso, seguramente, sean más conmovedoras que dolorosas. Hay, sin embargo, un adiós sin sustitución, huérfano, que no deja sino vacío, porque a veces sucede que sólo cuando algo se pierde para siempre es cuando se empieza a querer. ¡Cuánto daño hacen estos adioses! Más daño aún si además son inesperados o sorpresivos y todavía más si no son recíprocos, porque dos no discuten si uno no quiere; pero en el adiós eso no vale, algo se rompe simplemente porque uno quiere, aunque el otro no lo desee. Con o sin recambio hay que saber decir adiós, y hay quien no acepta esta evidencia, quien desea conservar todo lo que tuvo, quien querría llevar en una mochila vital todo lo que se cruzó en su camino. Decir adiós es lo más deseable cuando se despide lo que daña, el adiós es feliz si se brinda al analfabetismo, a las enfermedades, a un matrimonio devastador. Mientras tanto, los muchos que han sentido la herida que deja un beso o una carta de despedida han de imaginar que las cicatrices de un adiós también enseñan a vivir.